Con muy contadas excepciones, a mí no me gusta la llamada música “urbana”. Llámese el rap, el reguetton, su primo pobre, el dembow, y demás yerbas. No se escucha en mi casa y he procurado que mi hija no se aficione a ella, no he logrado mantenerla completamente en la burbuja, pero, al menos, no imita a Amara La negra. Y no me molesta explicar por qué no me gusta: sin ánimo de generalizar, la mayoría de sus exponentes basan su creación en explotar a la mujer como objeto sexual, en alabar las drogas y las armas, y, por tanto, enseñan a dirigirse a las chicas así y a esperar ese tipo de intercambio. Así se lo he explicado a mi hija y a mis sobrinos, que sí oyen este tipo de música. Hace años, hasta mandé a cambiar la música en un cumpleaños porque pusieron La Gasolina de Daddy Yanquee (eso fue famoso).
Hago esta aburrida introducción para aclarar por qué no estoy de acuerdo ni con la llamada “limpieza de la música” ni con catalogarla como “veneno de la sociedad”. La música es el reflejo de lo que sus exponentes piensan, sienten y viven, y el reflejo espontáneo de una sociedad es lo que la sociedad es. Nuestros barrios están llenos de drogas, de promiscuidad, de vagancia, de crimen, de corrupción. De niñas que se embarazan para salir de la extrema pobreza, a los 10-12-14 años, de muchachos que son reclutados por el microtráfico al salir de la escuela pública, jóvenes que no estudian, no trabajan, y han visto en estas estrellas de la música los únicos modelos a seguir, con los que se identifican, en los que pueden creer. Entonces, ¿de qué creen ustedes que van a tratar sus temas? No seamos ingenuos.
Obviamente, con esto no quiero decir que nuestros barrios no albergan gente trabajadora, estudiosa, valiosa en todos los sentidos. No quiero ser ni injusta ni ciega, pero reconozcamos los malos ejemplos que, como sociedad, en general damos. Sobre todo cuando esos mismos jóvenes de los barrios se sienten sin oportunidades y ven a otros igual que ellos cambiar de status. Si no condenamos, ni en la justicia ni la sociedad, al político que se enriquece desde el poder, ¿con qué moral condenamos al que vende droga en un punto? Contra eso es difícil luchar. Sin instituciones, sin escuela, con impunidad. En este caso, la música, como todas las expresiones artísticas, es un síntoma de los dolores y heridas de nuestra sociedad: lo que nos falta y lo que nos sobra.
Ahora bien, un musicón a las 4 de mañana es igual de molesto si es Vakeró como si es Sabina o Los Hermanos Rosario. Un colmadón poniendo música hasta la quimbamba de la madrugada es ilegal, toque lo que toque. Y ni me voy a referir a los que “exigen su lugar para tocar su música” y con ello contaminar a todo el mundo por igual. Vuelvo y digo: no me gusta el género. Pero menos me gusta lo que sucede en mi país. Y no es patriotismo barato, los que me conocen saben que yo no sufro de eso.
Por todo esto, me intrigó mucho la nota que leí reseñando las declaraciones del Maestro José Antonio Molina, en las que, según los titulares, decía que la «música urbana es un veneno para la sociedad», pero más adelante, lo citaban diciendo que es un reflejo de la misma. No me gustaría pensar que Molina sea uno de los que piensan que la fiebre está en las sábanas, ni que esté tan desconectado de la realidad de su país. Me niego a creer eso.
Rechazo la idea de que la solución es poner «curitas». Sí, como la linda iniciativa lidereada por un periódico local. No es ahí que está la clave del asunto, está en lo que provoca que la gente se sienta así.
¿Que esa música es fea? Sí, es feísima, y esa es mi opinión personal, pero lo que se vive es feo. ¿Que hiere sensibilidades? Lo que se vive hiere de verdad. No creo que la música urbana sea un “veneno”, ni creo que el maestro Molina esté tan desconectado. Pero ojalá -aunque lo dudo- se aproveche que éste será el tema de los próximos días para que surjan propuestas válidas para encontrar soluciones a alguna de tantas carencias.
Como conclusión: respeto de ambas partes.