Los niños que murieron en San Cristóbal.

Tengo suficientes familiares en barrios de la capital y en pueblos del interior (verdaderos campos) para saber que los niños en estas áreas se crían, prácticamente, por la gracia de Dios. Son libres de andar y jugar a sus anchas durante todo el día y, a veces, sólo a la hora de cenar (si hay con qué) o de acostarse, es que sale alguien a recoger todos los enanos que anden desperdigados. Lo he visto y quien ha pasado horas en nuestros barrios lo sabe también. Ver niños y niñas deambulando (cree uno) frente a su casa, en la acera del frente, en el callejón donde vive, entre su casa y la de la vecina, sabe que así es que se pasan las horas del día.

Por eso es que a veces uno piensa que a sus propios hijos, uno que vive en otras condiciones, rodeados de comodidades, a un mundo de distancia de aquélla realidad, los está criando en un burbuja, en una casa de cristal, sin conocer el mundo real. Esto puede ser verdad hasta cierto punto, o no serlo. Yo no lo sé. Lo que no entiendo ni sé cómo es posible, es que tú tengas un niño de 2-3 años y pasen horas (HORAS) y no sepas dónde está. Ni a uno mayor si a eso vamos.

Sin ánimo de juzgar a los padres o a quien estuviera a cargo de cuidar a esos tres niños que fallecieron dentro de un carro abandonado en una comunidad de San Cristóbal, un niño, hijo o no, es una responsabilidad muy grande. Bien dicen que con los niños, sobre todo pequeños, hay que tener varios pares de ojos, porque se desaparecen en cuestión de segundos, y en milésimas se meten en los líos más inexplicables. Pero precisamente por eso hay que vigilarlos. No sé si es verdad o no que la madre los dejaba al “cuidado” de otra niña de 6 años, no sé si tienen fundamento las críticas, inmediatas, de los vecinos, no sé si el padre era quien los atendía como dijo él mismo, pero hay que ser muy descuidado para que pasen 2-3 (¡hasta media hora!) y tú no salgas a buscar un niño de 2 años.

Pero, como decía al principio, hay una realidad que no es la nuestra. La de nuestros campesinos al dejar los niños libres, hábito que trajeron consigo  a una ciudad que pronto demostró ser tan diferente a su terruño. La de las madres que se ven obligadas a dejar sus crías solas para ir a trabajar; para muchos eso es una locura, una irresponsabilidad, una crueldad, pero es la realidad de tantas y tantas mujeres. Así, vemos noticias de tragedias en que una vela encendida quema una casa y con ella unos niños que, estando solos, no pudieron salir. ¿Qué se hace, a quién se culpa? ¿A la madre que, tal en su deseperación no sabía qué más hacer, a una sociedad que no aporta salidas a las familias pobres, a un estado que no brinda albergues ni estancias infantiles suficientes ni a todas horas?

Este no es el caso, pero no está de más la reflexión cuando nos ataque el gen del juicio al prójimo.

Dos Sandy

Huracán Sandy

Casi ahora, me iba a quejar de mis zapatos empapados y recordé a Martha, la asistente de mi hogar, que no pudo salir de su casa esta mañana porque el puente que une su barrio con la ciudad se cayó (*).
Eso me hizo pensar en que la tormenta que vivimos nosotros, en nuestras casas confortables y vehículos altos, es diferente de la tormenta que se siente en los barrios de la gente pobre. A nosotros, nos «afecta», nos causa inconvenientes, a ellos los azota, los saca de sus casas, los destruye.
Sin ánimos de pontificar en esta mañana tan gris y fría, pensemos en eso cuando sintamos el deseo de quejarnos porque el pelo se nos engrifó o la fiesta se canceló. Sólo eso.

(*) Se cayó por las torrenciales lluvias que no han parado de caer, y la inconsciencia de quienes extraen material de sus bases, junto a la mirada indiferente de las autoridades que, probablemente se están lucrando también.

 

® La foto es de Jaime Rodríguez R, y fue tomada de esta noticia del Diario Libre